Entras en la cava, el aire huele a piedra vieja… El silencio se pega a la piel como una capa más de humedad, no hay música, ni ruidos. Solo estanterías y ruedas de queso que parecen dormir.
Pero no duermen. Viven. Cambian. Respiran.
Y si te quedaras lo bastante quieto, si te atrevieras a escuchar más allá de lo audible, te darías cuenta: el queso está vivo, ¡VIVO! Sí. Aunque no se mueva, no diga nada, no tenga luces ni etiquetas llamativas.
A veces me preguntan qué tiene de especial el queso artesanal. Y yo siempre digo que me fijo en lo invisible. Por ese trabajo constante que sucede cuando ya no hay manos tocándolo. Cuando el maestro quesero se va, apaga la luz y cierra la puerta… deja que la naturaleza continúe.
Porque lo que hace un queso cuando nadie lo mira no es quedarse quieto, es afinarse, es crecer, definirse. Como una idea que madura en el fondo de la cabeza. Como una persona que necesita silencio para reencontrarse.
La palabra “maduración» suena seria, técnica. Pero para mí es una palabra poética. Es la prueba de que la naturaleza sabe hacer las cosas bien si no la interrumpimos.
Durante semanas, meses, incluso años, los quesos en nuestras cavas se transforman en silencio. Cambian de color, de textura, de aroma, pierden humedad, se concentran, se afirman, se vuelven más ellos. Como si descubrieran su verdadera voz a fuerza de tiempo y quietud.
Y todo eso sin una cámara que lo grabe, sin una notificación, sin un like.

Vivimos tiempos donde se cree que cuanto más intervienes, mejor. Pero en la cava de una quesería, eso es justo al revés. Aprendimos de los pastores, de los abuelos: hay que saber cuándo actuar y cuándo dejar hacer.
El queso no necesita que lo muevas cada día. A veces solo quiere que lo gires una vez por semana y que lo observes en silencio. Que lo respetes. Que lo acompañes sin interrumpirlo.
Y llega el día. El día en que alguien corta ese queso. Lo huele. Lo muerde. Y dice: “madre mía”. No lo sabe, pero está probando el trabajo de mil silencios. De cien días de humedad justa. De una coreografía de bacterias que danzan sin que nadie las vea.
Eso hace un queso cuando nadie lo mira. Se convierte en lo que tiene que ser. Como nosotros, cuando dejamos de estar expuestos. Cuando nos damos el permiso de madurar por dentro, sin que nadie nos apure.
Porque el sabor, como la vida, necesita tiempo.




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